Cuánto añoro la incomprensible ingenuidad de la piedra, su escritura suicida y, sobre todo, la pachorra de conciencia en desuso. Pienso en ella, en la piedra, y las grasientas indulgencias de las que hago uso se convierten en poderosas herramientas capaces de convertir en resbaladizo el papel y en ridículos a los que, como yo, pretenden dejar constancia del perezoso naufragio que les acecha. El resultado es un infierno inverosímil donde se entrecruzan las edades de la duda y la ceniza. En ese escenario no resulta nada fácil navegar los tristes ojos del amante que extravió el amor. Se asemeja a un caracol exiliado en su propia cáscara y produce lástima. Repensando su sigiloso recuerdo, las columnas de esperanza se evaporan y de lo que fue sólo queda en pie su sombra quieta y cierta fatiga de soledad.
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