domingo, 10 de enero de 2010

EL VIENTRE RECOLECTOR DE ASOMBROS

La niebla se agarra a mi torso desteñido. El agua golpea y decido vendar mis ojos objetivos para poder ver mejor. Veo un perro y creo amarle. Es lo que tenemos los hombres intermitentes. Que amamos a los perros. Claros que los amamos intermitentemente. Pero los amamos. Vuelvo a mirar al perro y pienso que más allá de lo que veo hay mundo. En el mundo que eo todos corren. Quien más quien menos tiene su propio incendio que apagar. De ahí las prisas. Yo no corro por dos razones: la primera es porque no puedo y la segunda es porque el incendio lo tengo dentro. La semilla del fuego, como quien dice la pava, fue plantada y arderá mientras el oxígeno siga viajando por la tráquea. Razonando el desorden llego a la conclusión de que todos mis recuerdos me caben en el bolsillo derecho del pantalón. Todo es explicable, aunque no todo debiera explicarse. Pero esto lo voy a explicar para que tampoco tengan que esforzarse en exceso: de joven padecí la enfermedad de los pájaros en la cabeza. Años después los pájaros fueron bajando del nido neuronal en el que se encontraban y ahora los tengo en la boca. La inverosímil miscelánea de plumas, huesecillos y picos que me desayuno todos los días les debiera dar pistas de por qué me resulta tan difícil de narrar la breve pero verídica historia de la sombra que me persigue, y de por qué me resulta prácticamente imposible demostrar la existencia del espíritu razonando a partir de la hipotética ausencia del mismo. Pero lo peor me fue anunciado en su día por el cegador relámpago que cristaliza la mirada, y ya pasó. La palabra, mi palabra, se enfrentó al mundo y fue derrotada, resultado de lo cual apenas si quedan algunos hilos sueltos en medio de un paño extenso y profundo. Desde entonces vivo refugiado en el blanco vientre recolector de asombros donde tienen lugar todas las historias.

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