Servía de adorno a sus ojos una clase de arrogancia
particularmente frágil y efímera. Quizás por eso, tenía la fea costumbre de
abrir mucho los ojos y de sentirse extrañamente triste. Hoy, bañado por el sol
de un otoño incipiente, rezaba para que su luz los salvara. Pero ni modo. Horas
más tarde murió, para escarnio de sus ínfulas refinadas, con motivo de un vulgarísimo
atracón de callos con garbanzos.
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