Con cierto aire de verdugo primerizo, como quien no quiere la
cosa, se comió sin otro instrumento que la cucharilla del café el jugoso corazón
que la sirvieron, y se quedó tan fresca. Apena si un ligero churrete de pintura
en la ceja izquierda denotaba aquel exceso de originalidad y de belleza que, en
otros tiempos, la hubieran derrotado. La siesta no resultó tan plácida. La
estancia se le afantasmaba por momentos, y se vio a sí misma girando en una
sucesión de círculos concéntricos hasta que, finalmente, acabó siendo consumida
por las brasas de un fuego justiciero y tranquilo. Al despertar, empero, sintió
en sus entrañas algo parecido a un
apetito renovado, de modo que ordenó fueran preparando otro corazón más,
esta vez sin salsas.
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