De tejas para abajo reinaba un frío sereno mientras arriba, una
sábana de amianto gris cubría el cielo. Descrito el paisaje, conviene avanzar
ya una constatación sin la cual no hay forma de entender la historia: la
autoconciencia, en tanto que grado superior de la materia organizada en forma
de vida, brillaba por su ausencia en aquel sofá. La protagonista en cuestión,
que tenía el don de matar el tiempo con una rapidez vertiginosa, era presa de
constantes ataques de somnolencia. Ahora, sin ir más lejos, dormía a pierna
suelta y había quedado como encerrada en la trama de sus propios sueños. Ella
no era consciente, pero la flema que mostraba ante aquel ejemplar de
Tyrannosaurus rex, el mismo que seguía allí después de despierta, era fingida.
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