Convertido
en el ser que nunca quiso ser, logró por fin deshacerse con la lengua el nudo
de la corbata, sólo con la lengua, y salir a la calle como un pincel. Afuera le
esperaba lo de siempre: el relámpago azul, los remolinos de plástico, y ese
ramillete de canciones que nacieron muertas y muertas permanecían treinta años
después. A semejanza del mar, no podía parar de tararearlas, y a diferencia de
él, le impacientaban sus posibles significados ocultos. Se subió al siete, el
de la ruta del vientre, y al vaivén de las invisibles alas del sueño se quedó
dormido una vez más, imaginando los labios que le inventan cada noche.
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