viernes, 3 de abril de 2009

EN LA VÍSPERA

En la víspera, el rastreador había detectado una bola de sebo de cuyo interior emanaba una luz extraña. La cosa fue analizada desde distintos puntos de vista hasta que al final, el más viejo del poblado, dijo lo que tenía que decir. Y dijo que era una lágrima. Y como no basta con decir lo que es, que para eso ya está la ciencia, si no que necesitamos dotar a cada cosa de su alma y su historia, ya que es esa y no otra la forma que los humanos tenemos de humanizar las cosas, entonces el viejo dijo que, en un tiempo no muy lejano, un desorden desconocido se abatió sobre un hombre que habitaba su casa como lo haría un molusco. Un día, este hombre que terminó sus días secuestrado por el delirio, creyó entender de golpe el sentido del mundo, y a partir de ese instante, desde el núcleo mismo de la palabra y a través de una voz profundamente inhumana, no paraba de preguntarse por el origen del silencio mientras su rostro generaba continuamente expresiones de óxido y aniquilación. Tras cada adjetivo, se deslizaba un sistema de valoración del mundo que resultaba del todo incomprensible para sus allegados. Tras varios intentos de degollarse a sí mismo, dijo el viejo que este hombre, el de la historia, fue presa de un segundo ataque. En esta ocasión, tomó posesión de él un naturalismo extrañado de su propia naturalidad y tan extraño al mundo como pudiera serlo la verdad misma. No pudo más. Intentando encontrar la humana raíz de la cosa, el hombre lloró, y la lágrima, que en un principio produjo el asombro y la admiración de todos los que le rodeaban, acabó siendo dicha y exprimida hasta la saciedad. En este punto de la narración, el más viejo del pueblo dijo que la lágrima, derrotada, desarmada y triste por tanto abuso, intentó la huida a través de las palabras-puente, hasta refugiarse en los brazos de la memoria y de los sueños, en espera de que todos, lágrimas, memorias y sueños, resultasen abolidos. Pero no fue posible y terminó siendo confinada en un puñado de grasa animal. El viejo, por fin, ordenó que la tal grasa fuese recogida con mimo y se la llevase a una almohada de limpio algodón, que es allí, dijo, donde más gustan las lágrimas de reposar sus penas.

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