martes, 21 de abril de 2009

PROUST

Más allá del ulular del viento que recorre la vega, recuerdo el sonido hueco y moribundo de las pisadas sobre las familiares alfombras que antaño tanto idolatraba, reminiscencias que ahora vuelven de nuevo a mí en forma de bocetos acolchados, anotaciones y esbozos. En la ciudad de las arrugas rigen las leyes de la nostalgia y la estirpe de los lagartos seguidores de la luz, rastreros y soberbios, apenas si malviven con sus rentas de maldad al fondo de un paraíso perdido repleto de dioses, ángeles y querubines. Sí, leo a Proust. En el jardín de los cerezos, desde el sacrosanto retiro del silencio más absoluto, leo a Proust. Y él se deja leer. Indiferente del todo a mi presencia se deja leer sin poner obstáculo alguno a que los ciegos deletreemos su seductora elocuencia. Ahora bien, todo intento de leer a Proust y no padecer en el intento, todo intento asomarse con éxito al fluir de su conciencia y salir indemne, resulta por completo vano. Cuando se penetra en la verdad, el fingimiento resulta imposible. Para que el desastre no resulte del todo absoluto, reivindico cada mañana mi propia identidad. Al fin y al cabo, aquel que amó uno a uno a todos los santos y tenía por costumbre llevar siempre puesto su traje de muerto, el primero de los descendientes del gran naufragio, puede dormir tranquilo con la sensación de que no todo está dicho.

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