lunes, 27 de abril de 2009

QUIETUD BALDÍA

Como evidencia inhábil y calamitosa, sintética alegoría de la pura ociosidad, holgazaneo los primeros instantes del día de admiración en admiración, asombrándome, por ejemplo, de las lúgubres sombras que malogran su sombrío esfuerzo en una esquina de la estancia, cuando podían estar, con mejor provecho sin duda, protegiéndome de unos rayos de luz que no parecieran tener otro divertimento que el de ensañarse con mis ojos. Mejor sería terminar ya con el suplicio y ser pasto del sol que no ésta espera fútil a que aparezca en el horizonte una nube compasiva que permita al mes de abril romper su vientre de aguas, evitándome así una visita al oftalmólogo. Pero como se puede tener razón sin tener que matar por ella, me limito a esperar, y espero con tranquilidad sin violentar en tal ejercicio ni un átomo, ni una onda, sin mover en mi defensa ni un ápice de nada, que es lo que tendría quehacer, empero, si me incorporara a descorrer de izquierda a derecha la salvadora cortina que se interpusiera entre el todopoderoso dios redondo y mis insignificantes pupilas; me limito, pues, a esperar que llegue el aguacero. Quietud baldía ésta a la que conduce el anhelo del ser inútil. Afán, en fin, de resultar ser lo puramente innecesario, incompleto siempre. Resuello errabundo del naufragio de una noche en la que, más que uvas, pan o miel, soñé con ser la cicatriz que, en el árbol, da cobijo al pájaro.

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