miércoles, 1 de abril de 2009

EL DESCOLOCADO

Siempre fuera de sitio, casi siempre fuera de si, el hijo del guantero se limitaba a constatar día tras día cómo los topos del sentido común rehuían su presencia y cómo se agrandaba por momentos el cúmulo de sus desgracias, hasta el punto de antojársele difícil soportar tanto descentre. Todos decían conocer el origen de su mal: el demonio de la retórica revivía en su pecho de jovenzuelo descentrado, y la estridencia de su desgarradora ceguera, unida a la sinfonía de sutilezas premonitorias que se movían entre lo fantástico y lo misterioso, le otorgaban ese áurea de perfiles borrosos y esos ojos que aún me siguen alumbrando y que expresaban bien la urgencia que embarga a todo visionario libérrimo. Poseía el don de la indecibilidad, que podría llegar a ser algo así como la imposibilidad de decidir sobre lo indecible, la imposibilidad de decidir, por ejemplo, si lo dicho formaba parte de eso llamamos sueños o de eso que llaman realidad. Esta sabrosa mezcla de especias propiciaba en su cabeza la creación de estratos de historias dentro de historias a cada cual más rara y, por tanto, a cada cual más verdadera, historias que se movían como borrachas por sinuosos callejones adoquinados repletos de héroes, bestias y mártires. Pongamos unos ejemplos: se trataba de muertos que no se acostumbraban a estar muertos y de culebras muy acostumbradas, por el contrario, a ser comidas por ratones vivos. Pero, como diría el hijo del guantero, también llamado el descolocado, de eso se trata, de no saber muy bien desde donde se escribe.

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