sábado, 14 de noviembre de 2009

ARREBOL

Me amortajo en la tristeza de una tarde que cae doliente y taciturna, y lo hace, esto del caer, con tal mala pata que va a dar con sus huesos en el preciso lugar donde las flores gustan de dormir sus largas siestas de almidón. Recuerdo bien el escenario porque fue allí donde, uno a uno, fui deshojando sobre su boca aquellos besos que adolecían de edad y de paciencia. Claro que, bien pensado, ¿quién echa en falta la paciencia y la edad cuando el deseo adopta el color del arrebol y las nubes todas se arremolinan iluminadas por los rayos del sol? Ni que decir tiene que la conmoción del impacto de la tarde sobre la frágil tierra fue muy comentada y hubo opiniones para todos los gustos. La del lirio y la mía fueron parejas, con el matiz de que el lirio, si bien medroso y cuajado por naturaleza, tan hermoso siempre que pareciera vestido por la alegría misma, aún se siente atraído por ese brillo extraño y misterioso que no es otro que el del torbellino de la carne que todo lo ama. Mi situación es otra. Hace tiempo que morí, y bien muerto es que vivo como mendigo enlutado de viejas letanías, incapaz de reconocer como suyo esa sed antaño tan inconfundible, tan peculiar. Recuerdo también el paraje donde cayó la tarde porque es el mismo donde hoy me siento a beber con labios fatigados lo que queda de esta alma seca y afiebrada que antaño fue mía.

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