miércoles, 18 de noviembre de 2009

EL CABALLO DE FUEGO

Entre las cosas que sé que son verdad no encuentro a la verdad misma, razón por la cual todas las cosas que sé que son verdad las podría contar con los dedos de una mano, y aún me sobrarían dedos y hasta la mano misma. O bien no son cosas, en cuyo caso no hay ciencia posible, o bien no son verdad, o simplemente ocurre que no las sé. Este sería un bosquejo rápido del panorama habitual en el que desenvuelvo en lo que al mundo de las verdades, las cosas y las sapiencias se refiere. Otra cosa es la conciencia de la cosa y la necesidad que tenemos de ingerir verdades, mezcla ésta que explicaría cosas tan necesarias como los cuentos. Los cuentos son ciertamente cosas necesarias que sé que son verdad justo hasta el instante mismo en que termino de contarlos, en cuyo caso dejan de ser cosas y dejan de ser verdad. Cualquiera diría, por ejemplo, que la niebla es verdad, y probablemente sea verdad, lo que pasa es que yo no sé nada de la niebla, de ahí que no pueda contarla entre las cosas que sé que son verdad. Servidor, en lo que a nieblas se refiere, se limita a padecer la niebla que le ha tocado en suerte, esa misma que me persigue a sol y a sombra e insiste en posarse sobre mi testa como si de un sombrero se tratara, sin otro efecto conocido que el de generarme fuertes dolores de cabeza. A veces intento utilizarla para hacer caricaturas, pero yo a eso no lo llamaría saber. Sé, eso si, que hay cosas malas que son verdad, como las mentiras –no todas las mentiras-, y las traiciones –no todas las traiciones-, pero esos saberes tan generales sirven de poco tendiendo a nada. Los bufidos y resuellos del caballo de fuego olfateando el aire en busca de carbón para alimentar la caldera de su garganta, esos sí que son bufidos de verdad, como de verdad son también las muecas y los jadeos de los corazones rotos, y los ríos brumosos de sudor verdadero manando de una frente de melocotón. La verdad más grande que he visto hoy era una sombra dibujada sobre el suelo por la silueta de una estrella caída en desgracia, de la que nadie en el barrio sabía dar cuenta ni de su procedencia ni de las causas de su desgracia. A la chica del kiosko de prensa se le ocurrió una explicación: esta estrella con forma de sombra competía a su vez con otra sombra, en este caso la de un pez, pero sabiendo como sabemos que lo único verdadero en ambos casos es la sombra, y siendo como es el caso que yo de sombras tampoco sé, pues me quedé donde estaba. Podría decirse que algo sé de las lágrimas heladas que horadarán ojos y oídos, los tuyos y los míos, y lo sé porque lo vi escrito en palabras de tiza y pizarra, pero de eso que sé nada puedo decir ya que me fue dicho por el caballo bajo secreto de confesión durante un par de minutos de mudo éxtasis mientras le cepillaban la crin.

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