martes, 17 de noviembre de 2009

EL METRÓNOMO

Trataba de atrapar con cuerdas y clavijeros el tiempo que extravió, para gozo de sus lectores, un tal Marcelo, cuando me di cuenta que la mente criminal de aquel metrónomo estaba tramando de nuevo una de las suyas. El tiempo otrora perdido que no sin esfuerzo conseguí atrapar sin otro fin que el que dejara de dar vueltas y más vueltas en círculos bobos e inanes, tiempo éste que creía a buen recaudo sentado en el retrete o tranquilo y caviloso tras las puertas corredizas del armario empotrado y repleto de sombras que tengo al lado de la cama, resulta que el diablo que tengo por metrónomo los iba soltando por la ventana a la que doy la espalda mientras flirteo con las teclas del piano. Me di cuenta de que algo iba mal cuando me dejé encandilar por unas voces que procedían del exterior. Entonces, mire hacia atrás de manera sorpresiva y pude ver los últimos rastros de un tiempo que creía recobrado y que ahora huía como si en ello le fuera la vida. Pero en fin, así son las cosas. Unos se esfuerzan en la cotidiana tarea de reinventar la tragedia nuestra de cada día creando para ello complejísimos artilugios con mallas trenzadas a bases de destellos de vida capaces de capturar el tiempo perdido, mientras otros, como éste metrónomo indócil y estúpido, indócil como la memoria y tan estúpido al menos como yo, seres incapaces de comprender las consecuencias criminales de sus actos, se dedican a joder todo intento de nuevo orden. Pero no importa. Afortunadamente, no hay dos hechos tan lejanos que no puedan ser juntados en la mente de un escritor, y lo cierto es que aún me siento capaz de ver los mundos que habitan en cada grano de arena. Ya de pequeñito me di cuenta, no sé si demasiado tarde, que rara vez decía la verdad, y lo único que me hacía falta para redimirme cuando las cosas se ponían complicadas era un trago de buena suerte. Cogeré al metrónomo por el pescuezo, y será así como esa bestia vuelva a echar en falta a su madre y a todos los mecanismos internos que hacen le falta para morir. Mientras le asfixiaba no sin gusto y ciertas dosis de parsimonia, pude tener un buen sueño con pesadilla incluida, con tal mala suerte que en aquella pesadilla, como en la vida misma, tampoco pude alcanzar meta alguna. En fin, que no era mi día. Despierto ya, volví a dejar el artefacto por donde solía estar, encima de la tapa del piano, e hice callar al tiempo. Ahora sé que cuando más se dice es no diciendo nada, razón por la cual voy a empezar a callar.

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