sábado, 7 de noviembre de 2009

BARBA AZUL

Debido a razones genéticas que nunca he entendido muy bien, resultan innombrables los caprichosos colores que adoptan los pelos de mi barba, abarcando desde los matices canosos en la zona de la perilla al negro azabache de las patillas, pasando por los tonos rojizos y pelirrojos en el bigote y el azul turquesa allí donde los mofletes inflan cuando la boca se llena de aire. Así pues, yo también tengo la barba azul. Claro que, a diferencia del protagonista del cuento del mismo nombre, no tengo ni fincas, ni casas, ni carrozas, lo cual hace mucho a la hora de matizar la fealdad de cada cual, resultando la mía infinitamente peor que la suya. Sin embargo, y a efectos prácticos, eran muchos los casos en los que la conclusión para ambos era si no la misma si muy similar ya que tanto en su caso como en el mío las mujeres, no importa que fueran éstas niñas o señoras, huían despavoridas apenas acercábamos nuestras barbas a un metro de sus delicados cutis, sin ahorrarse en su huida gesto alguno de desagrado. Bien mirado incluso, nuestras semejanzas no acaban ahí: yo también tuve mujeres, como él, que también desaparecieron, no de la faz de la tierra como en el caso de las mujeres del auténtico Barba Azul, sino del barrio y algunas hasta de la ciudad cuando decidieron con buen criterio abandonarme a mi suerte. Pues bien, el caso es que, por circunstancias de la vida difíciles de explicar, una vez tuve una novia muy rica y muy guapa que vivía en un caserón enorme en el centro de la ciudad propiedad de su noble familia. Allí me mudé yo también y allí vivíamos más o menos felices, ella dedicada a hacer como que estudiaba mientras yo me dedicaba sin fingimiento alguno a amarla de la mejor forma que podía y sabía. Después de un par de meses de convivencia tuvo que salir de viaje al extranjero para atender ciertos negocios familiares, y antes de irse me dejó para mi sorpresa un enorme manojo de llaves donde al parecer se encontraban todas las llaves de la casa. Allí había llaves para dar y tomar, muchas de ellas completamente innecesarias, como las llaves de los guardarropas, y otras que no veía necesidad alguna de tener, como era el caso de la llave de la caja fuerte. “Esta es la llave del antiguo gabinete de mi madre”, me dijo, “no entres bajo ningún concepto so pena de una muerte segura”. Como quiera que tal cosa me la dijo con su seductora sonrisa de siempre, y como además tengo para mí que morir es preciso que muramos sí o sí, si queremos que la vida siga su curso normal, ni que decir tiene que lo primero que hice nada más irse fue entrar al gabinete. Así de poderoso es el influjo de la tentación. Me gustaría poder contarles que vi charcos de sangre cuajada procedentes de un sin fin de cadáveres, pero lo cierto es que la estancia estaba completamente oscura y luz estaba estropeada, razones éstas gracias a las cuales ver, lo que se dice ver, no vi nada. Lo único cierto es que al cerrar la puerta mis manos estaban manchadas de sangre y ella no regresó ni en esa semana ni en la siguiente. Por más que me lavaba las manos la sangre siempre seguía ahí, y ella nunca regresó.

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