lunes, 16 de noviembre de 2009

EL PRÍNCIPE QUE AMÓ MÁS QUE ASÍ MISMO

Érase que se era una princesa pequeña, es decir una princesita, una de esas princesitas típicas que tenía por madrinas a siete hadas, siete, lo que prácticamente incluía a todo el elenco de hadas censadas en aquél pequeño país. Y érase también que se era, porque así era la costumbre vieja que reinaba por aquellos pagos, que llegado el séptimo cumpleaños de la princesita cada una de la hadas realizó a su ahijada un presente que pretendía estar a la altura de las circunstancias, y fue así como un hada la convirtió en una princesa bella, la otra la dio talento, la de más allá la dio el don de la gracia, la cuarta hizo de ella una bailarina excepcional, la quinta, por continuar con esto de las habilidades artísticas tan necesarias en todas las cortes que en el mundo han sido, la quinta digo que tuvo a bien hacerla cantar como los pájaros, con tan buena suerte que la sexta redondeo la faena de las cualidades musicales de la muchacha convirtiéndola en una princesa orquesta, de modo tal que como por arte de magia aprendió a tocar todos los instrumentos musicales, y en estas se estaba cuando se presentó en casa un hada vieja y más mala que un dolor, una hada que no había sido invitada porque se la había perdido la pista hacía ya muchos años, una vieja hada ésta que quiso sumarse a las celebraciones con un maleficio: la princesa, dijo, se atravesará la palma de la mano con un huso y de eso morirá. Menos mal que renglón seguido apareció la más pequeña de todas las hadas, que era la que faltaba de sumarse a los festejos, y que tuvo a bien enmendar el sortilegio de la anterior, vaticinando que la tal cosa del huso, cuando suceda, no la ocasionaría la muerte sino un profundo sueño que dudaría cien años. Y ni que decir tiene que, aún a pesar de todos los cuidados, el desastre sucedió, de forma tal que la princesa se atravesó la mano con un uso al pretender usar una rueca y la princesa cayó desmayada sin que hubiera forma humana de hacerla volver en sí. Todo lo intentaron y por traer hasta trajeron agua de la reina de Hungría, pero nada, pasaban los días y la princesa continuaba sumergida en lo que parecía ser plácido y profundo sueño. Cuando aconteció lo de la rueca, el huso y el sueño, la más pequeña de las hadas, que era la que logró amainar la amenaza de muerte de la hada mala, había emigrado a una ciudad acuática, distante a más de doscientas mil leguas de viaje submarino de donde habitaba la princesa y su corte, pero nada de eso fue obstáculo para un gato con buen calzado que se plantó donde el hada buena en un pis pas para ponerla al corriente de todo lo sucedido. Una vez en su presencia, y para resolver el problema, a la tal hada no se le ocurrió otra cosa que dormir a todo bicho viviente, personas, animales y plantas incluidas, lo que incluía por tanto a pajes, lacayos y palafreneros de todo tipo y condición, con el bien pensado fin de que cuando la princesa despertara no la faltara de nada. Al final pasó lo que pasó, que se echó el tiempo encima, quiero decir que se echaron los cien años encima, y tuvo que ser un apuesto príncipe joven y enamorado el que resolviera el tema con un beso al estilo de película Disney. Y eso que cuando el príncipe encontró a la princesa ésta roncaba como un ogro y estaba ataviada con un vestido nada sexy que parecía de los de Marí Castaña. Pero nada la importó, y esta es la moraleja que quería traer a colación, porque según sus propias palabras, y aunque sonaran un poco a cuento, lo cierto es que dijo que “La amaba más que a sí mismo”. Ni que decir tiene que la cosa no quedó ahí, pero yo sí, permitiéndome sugerirles que para más detalles pregunten a mi buen amigo Perrault.

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