jueves, 5 de noviembre de 2009

NECROLÓGICA

Ocupado y ausente todo a un tiempo intentando encontrar una lógica a la muerte, y lo suficientemente prudente como para no convertirse en cerdo de la noche a la mañana, tuvo siempre una confianza ciega e infundada en la gente que bebía cuando tenía sed. Quizás por miedo a no volverse a oír, o vaya usted a saber por qué, el caso es que tenía por costumbre gritar su nombre, siendo ésta, la del grito, una de las pocas formas que encontró no sólo de hacerse oír sino para sentirse vivo y acompañado. Siempre fue negro, negro como el azabache, sin matices ni concesiones, y procedía del lugar aquel donde yacen las trompas de los elefantes, las mismas trompas que en tiempos de bonanza llegaban a tener hasta cincuenta mil músculos por trompa, que se dice pronto. Nunca fue ágil para las respuestas, de ahí que las preguntas actuaran a modo de vinagre sobre su alma, aquella herida abierta en la que ya no tenían cabida las certezas. Nido de ininteligibles elipsis, su ominosa presencia se movía entre diario en una franja de sensaciones que oscilaba entre el hastió y la locura. Grande e incomprensible como el mundo, vivió todo lo que pudo y aún más, ya que dejó escrito lo que debía decirse de él después de muerto, él, que resultó muerto porque sí, o mejor, muerto porque llegó un momento en que no encontró respuesta a la pregunta de por qué no.

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