viernes, 6 de noviembre de 2009

BORGES

Varado sobre un sofá, la imagen de la luna haciendo gárgaras con gasolina tenía para él algo de bello y al mismo tiempo de inaceptable. Construía los textos con lentitud, como si de una estalactita se tratara, y los construía utilizando para ello palabras escogidas y densas como el mercurio. Toda la estructura narrativa de sus relatos se basaba en el asombroso principio de inestabilidad sintáctica, principio que para un escritor vendría a resultar algo parecido a lo que supondría para un barquero navegar en un río sin orillas. A todo esto, la belleza de la luna en plena borrachera, al borde prácticamente del coma etílico, le seguía pareciendo inaceptable, sin perder por ello ni un ápice de su belleza original. Perdida ya, si alguna vez la tuvo, toda esperanza en otra más alta vida, a nuestro escritor no le queda otro remedio que recurrir a los espejos, tigres y cuchillos que tenía más a mano para ir fraguado así, a través de los incontables caminos del hierro que le proponían una y otra vez sus editores, su ser literario. Vomitaba ya la luna sus excesos, pero al escritor nada le parecía tan desolador como la imagen de un huevo duro, un solitario huevo duro sobre el mantel de una mesa enorme, un huevo duro pletórico en su efímera dureza pero consciente de tener, en tanto que huevo duro que era, los días contados. La luna dormitaba como dormitan los beodos mientras el escritor observaba cómo los armarios empotrados de su habitación supuraban sombras, soledad y ausencia de futuro. Nunca pensó que fuera a morirse por la sencilla razón de nunca lo había hecho antes, claro que eso mismo pensaba Borges y Borges murió, o eso dicen al menos, un catorce de junio.

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