martes, 24 de noviembre de 2009

CUENTO DE OTOÑO

Que lo sepan ya aquellos que aún no lo saben: no es fácil encontrar un ángel bueno que endulce la amargura que nos reserva el destino, como tampoco lo es encontrarse en el camino con un ogro que posea el don de transformarse en el animal que en cada momento mejor se le acomode. Sin embargo, hete aquí que ambos personajes, uno después de otro, salieron a mi encuentro, y que tales apariciones tuvieron lugar después de haberme mamado un par de buenas botellas de vino, del más católico de la comarca, si bien algo rancio y avinagrado. El frío que azotaba las altas tierras de castilla en este camino de santos créanme que justificaba plenamente el uso de la grasilla de uva, ya que era el único adminículo del que podía servirme en caso de necesidad, y la necesidad en forma de viento y frío se hacía evidente a cada paso. Apenas acabado el último trago de la último botella se apareció el ángel, y del susto que me dio apunto estuve de subirme por las paredes del chopo que hacía las veces de tapia protectora, y creo yo que no me subí a la mata no por nada sino ya me decía mi padre que a la tarea de subirse por las paredes le sigue aquella otra que tiene que ver con bajar de las goteras, y si bien me veía con fuerzas como para lo primero, aquello segundo, lo de bajar sin mácula, se me antojaba harto difícil. Y todo para nada ya que el ángel no digo yo que no fuera bueno, pero lo cierto es que nada más verme puso cara de sorprendido y vino a decirme algo así como que se había equivocado de persona, a lo que siguió una espantada tan sorpresiva como su llegada. Repuesto del susto y del desdén, me disponía ya a coger carretera y manta cuando en esto se apareció el ogro transformista preguntándome si había visto por los alrededores un ángel bueno con aspecto de despistado. Mi respuesta, dado el vino que me había bebido, me pareció inteligente ya que no le dije ni que sí ni que no y me limité a preguntarle por su oficio y condición, momento en el cual me enteré de que era un ogro que podía convertirse en cualquier animal que se antojara. Le dije si no le importaría convertirse, al menos por algunos kilómetros, justo los que quedaban hasta Almansa, en un pollino o un jumento de estos recios y tranquilos, ya que es, le dije, el único animal que podría aliviarme de la amargura cierta que me reservaba el destino más inmediato, y del cual por cierto había sido incapaz de protegerme ángel alguno. Menos mal que no tenía ese don, pero si las miradas fulminaran allí me habría quedado yo, chamuscado por los restos de los restos. El ogro se fue sin despedirse y mascullando algo entre dientes, algo que desde luego no debía ser nada bueno para quien esto cuenta, razón por la cual le dejé partir sin insistir más en mi sensata propuesta. Maravillas para qué, me preguntaba a mí mismo, si al final no tienes otra que andar borracho y en mala tarde, un ratito a pie y otro caminando.

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