miércoles, 11 de noviembre de 2009

JUANA LA LORCA

Juana la Lorca. Así, de ésta forma confusa, es como la llamaban quienes la conocían, existiendo desde luego razones más que fundadas para el apodo ya que Juana la Lorca era un compendio de historias de pezuñas desgastadas y de desconchones en su magullada piel que anunciaban muy a las claras la dulzura y la dureza de la batalla interior en la que se encontraba inmersa. La concisa exactitud de sus historias no dejaba margen alguno ni para la duda ni para la indiferencia. Con regularidad constante, un par de veces al día, avanzaba con determinación hasta el justo límite más allá del cual dejamos de estar vivos. La repetición sistemática de este tipo de experiencias decisivas cambió por completo su orden interior, y lo cierto es que nunca volvió a ser la misma después de estos ritos iniciáticos. Náufraga en su propio dormitorio, desayunaba cada día costras del poema de la noche anterior, dejando para la merienda los anticuerpos que vigilan la entrada a su último refugio. Lo cierto es que, desde tiempos inmemoriales, alguien se estaba tomando la molestia de martillear arrítmicamente las paredes de su cráneo, y cuando por fin pudo tocar la espalda de aquel que daba los golpes y empezaba a preguntarle por qué demonios estaba haciendo eso, el bicho en cuestión, porque bicho era, se evaporó. Desde entonces, la niña que se esconde en la cañería no para de gemir. Nada de extrañar: los hombres a los que no enseñaron a llorar solían ser hombres muy eficaces en el cumplimiento de sus objetivos últimos.

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