jueves, 12 de noviembre de 2009

CEIBA MADRE

Intenso e incompleto, como el amor, me esfumo todas las mañanas en el azul de sus ojos como desaparecen las estrellas de polvo en su natural proceso de desintegración. Invisible y fugaz, como el grisú, llega, explota y se va, y yo me quedo medio paralizado en la trinchera de almohadas sin nada que decir y poco o nada que hacer. Ya ven que, también para éste hijo de la tormenta y del sabio asombro, las cosas son como son, y eso que las cosas podrían ir peor ya que, sin pretender pecar de falsa ingenuidad, he de decir que nada esperé, al menos nada bueno esperé de tanta fuerza incontrolada, de tanto remolino sin dueño. Y así fueron las cosas al principio hasta que los principios cambiaron y las cosas dejaron de ser lo que eran para convertirse en otras que ocuparon el lugar de las anteriores. Una de esas otras cosas que vinieron a ocupar el lugar de las primeras es que me dejé enfriar a fuerza de costumbres, y otra cosa relativamente novedosa que fue ocupando el lugar de las que se hicieron viejas es que, si bien nunca quise ser su dueño, si que quise, empero, ser parte de ella. Y ese querer-ser-parte-de tiene un precio. Hoy todo ha desaparecido. Ya no quedan mapuches que lloren la araucaria, ni mayas que mueran abrazados a la Ceiba madre buscando con ahínco la apertura de los trece cielos. Lo cierto es que todo cambia pero la necesidad permanece, y cada cual entierra sus demonios donde puede.

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