viernes, 13 de noviembre de 2009

DÉJAME

Déjame que entierre con el fusil a los dedos que lo empuñaron, y déjame, de paso, que disfrute del último pan junto al palo y al piojo que escupe y almuerza su diaria ración de sangre. Puestos a pedir, déjame cerca del hombro de algún hombre roto para que todos, todos, puedan llorar conmigo sobre los despojos de los tumbados endecasílabos. Déjame que planche la camisa del desnudo, que abra la boca del sediento y la llene de libra y media de polvo de pedernal, y deja, al fin, que de beber al hambriento las aguas de los originarios manantiales del orín. Hago balance y sopeso con delicado esmero la función de la bufanda y la sartén, y todo esto lo haré hasta que la domestica bruma se adueñe por completo de la amígdala melancólica y sensible que, no sé cómo, me mantiene aún en pie. Apunta bien mi nombre y dí al mundo que de tanto volver tengo la espalda rota, y que termino como empecé: muriendo al oído y llorando, como siempre.

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