miércoles, 28 de octubre de 2009

ANÁBASIS

Aquel de entre vosotros que haya muerto podrá decirme si es verdad o no lo que se dice en los discursos previos a las matanzas y en los postreros momentos de la extremaunción. La ocasión la pintan calva para que el que tenga aún algo que decir abandone su silencio sepulcral y diga lo que se le antoje o calle para siempre. Eso sí, que nadie mueva ni una sola lápida ni remueva siquiera un puñado de tierra para repetir aquello de que eran muchos los hombres se merecían esas guerras y esas muertes, porque esa es cosa bien sabida y poco o nada aporta al acervo común. Todo eso les decía yo a los muertos cuando, con aspecto de haber sido abandonado durante largo tiempo por la naturaleza y por los otros hombres, se me acercó un señor que parecía un animal o, al menos a juzgar por su aspecto, alguien de su ascendientes, bien su madre o bien su abuela, debió aparearse con algún animal, debiendo reconocer empero la radiante calidez de su cráneo que resultaba innegable. Pues bien, el señor en cuestión vino a decirme que él estaba muerto y bien muerto y que tenía algo que decir, concretamente tres cosas. Dijo en primer lugar que algún día, si encontraba un buen editor interesado en el asunto, quería contar la anábasis de la que fue protagonista y en la que en realidad estuvo bregando toda una vida, siempre marchando hacia delante, siempre en constante retirada hacia el interior de su ser, expedición ésta que duró poco más de medio siglo y en la que estuvo acompañado por más de diez mil neuronas mercenarias; en segundo lugar dijo que las gorras descoloridas de los soldados napoleónicos ya no le decían nada; y en tercer lugar maldijo el rancho de carnes ajadas y maltrechas con sabor entre liebre y gato que le obligaron a tomar aquel invierno en las trincheras de Stalingrado. Bien es cierto que no había otra cosa y que en aquel momento no estaba para muchas exquisiteces, insistió el muerto, pero que vistoel asunto con la perspectiva y tranquilidad que la da la muerte era de las cosas que más recuerda y de las que más se arrepiente. Debí morir allí, dijo, en la frontera polaca, justo después de soportar aquel discurso repleto de insidias pronunciado por un general desalmado y dirigido a dos mil pazguatos medio muertos ya de frío. Bien es cierto que cada uno habla como puede, pero me pareció a mí que este cadáver de señor animal, a juzgar por lo florido de su verbo, debía cultivar la oratoria en sus ratos muertos. Le dí las gracias y con las mismas se marchó por donde vino.

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