viernes, 16 de octubre de 2009

CAPERUCITA ENCARNADA

Lo normal por aquellos parajes y tiempos era que los lobos tuvieran hambre de cuatro días, y lo raro, lo rarísimo, era tropezarse con niñas hermosas, al extremo de que nadie pudo llegar a imaginar jamás tanta hermosura, niñas que nada más verlas generaban unas soberanas ganas de merendárselas y que, sin embargo, deambulaban como si tal cosa por lo más tupido del bosque entreteniéndose aquí y allá en recolectar frutos, perseguir coleópteros y construir ramilletes con las flores que iba encontrando en su bucólico paseo. Con ese planteamiento de las cosas, la primera moraleja que se debiera sacar del cuento es que al que lo pergeñó, en este caso al señor Perrault, y a la madre de la niña, se les ha ido la olla. En esas condiciones era misión casi imposible hacer llegar a la abuela los bollos y la manteca, especialmente si la rubia en cuestión va ataviada con un llamativo sombrero encarnado. Por el contrario, la metamorfosis operada en el cuerpo de la abuelita, previo acto devorador por parte del lobo, y que dio lugar a esos brazos y piernas tan grandes, a esas orejas y ojos igualmente enormes, a esos dientes brutales pensados para desgarrar la necesaria carne arrancándola de allí donde estuviera, se me antoja la parte más creíble de la historia ya que –y aquí viene la moraleja final- no hay pestillo capaz de frenar las embestidas del hambre.

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