lunes, 5 de octubre de 2009

LA CORONACIÓN

Piensen por un momento en alguien como yo, alguien que, como es mi caso, no ha vivido todavía lo suficiente como para ser proclamado emperador. Pues bien, ni aún en mi caso, que es un caso extremo, se debe perder la fe y dejar de perseverar, ya que el hecho de que tal nombramiento todavía no se haya producido no es óbice ni cortapisa para que, a la luz de los niveles de estupidez que creo poseer y del cretinismo innato del cual me veo sobrado, tal acontecimiento, el de mi coronación, pueda hacerse realidad en cualquier momento. Bien mirado, salvo ciertos detalles del principio y del final, nadie, ni tan siquiera yo que me conozco bien, conoce con exactitud el argumento completo de la trama de la cual somos protagonistas, trama que, por momentos y para más Inri, pareciera que tuviera una capacidad infinita de enredarse hasta extremos inimaginables. Pues bien, fue precisamente para aclarar todo esto que, además de poner mi alma en manos del todo poderoso, cuestión ésta que ya habían hecho mis ascendientes por mí, decidí motu propio poner mi cuerpo en manos de la ciencia. Parecía llegado el momento de que unas manos y una mente experta tomaran cartas en el asunto y diera con las razones de mi aparentemente inexplicable desasosiego. Bien es cierto que, además de los sueños de grandeza, lógicos por lo demás en alguien dotado con las cualidades excepcionales que había tenido a bien dotarme la naturaleza, nada extraño me había sucedido en los últimos cincuenta y siete años de existencia. En realidad, había días de esos cincuenta y siete años, muchos días, que parecía como si no ocurriera nada, ni extraño ni no extraño. Ya sé que no está claro que todas las guerras comiencen de día pero, aún así, y después de examinar la cuestión con atención, pensé que lo mejor sería que a la mañana siguiente, bien temprano, llamara a las puertas de un especialista y me dejara de tarambanas. Y eso fue lo que hice. El veterinario primero examinó a mi perro y luego me examinó a mí. Las pastillas de rigor, por supuesto, fueron para mí ya que el perro al parecer estaba estupendamente y a mí me diagnosticó tres o cuatro dolencias en ninguna de las cuales acertó. Ahora voy a darle un ejemplo de cómo se equivocó el veterinario. Para hacer tiempo, y mientras esperaba que me atendieran, había mantenido durante un par de horas una amigable conversación con un perchero, y este gesto, el de salir de mi natural mutismo, que lo había realizado únicamente para dejar claro mi don de lenguas y sobre todo para que todo el mundo en la sala de espera, gatos, perros, focas y loros incluidos, entendieran que, aún a pesar de ser quien soy y de poder llegar a ser lo que podía llegar a ser, no por ello estaba incapacitado para mantener una conversación informal con cualquiera. Bueno, pues al parecer esto era síntoma evidente de una propensión a mirar más allá de las tinieblas, razón por la cual me adjudicó un ansiolítico cada ocho horas de por vida. Con esto les digo todo. Pues bien, tampoco en esta pudieron conmigo. Con solemnidad misteriosa, y no sin cierta tristeza, abandoné aquel recinto pensando que la coronación estaba cada vez más cerca.

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