lunes, 12 de octubre de 2009

ORFIDAL

Pronunció su nombre en vano no menos de una decena de veces. Esa era la forma que tenía de dejarse doblegar por la tristeza y el vacío. A partir de ese instante de dejadez, el rito depresivo aconsejaba dejar vegetar al cuerpo mientras hacía trabajar la memoria visual repasando dolientes recuerdos de desastres pasados, presentes y futuros, todo esto cuando no se confabulaba consigo mismo para dejarse morir literalmente de asco, del más puro asco que fuera capaz de conseguir. Pero no. Ya le hubiera gustado a él que la cosa hubiese sido tan fácil. Caer al abismo así como así, como quien no quiere la cosa, como si fuera suficiente un aguacero de despropósitos para dejar de existir. La soledad, la lluvia, el tabaco, el silencio, el insomnio y el Orfidal, a la que se suman largas temporadas de silencio, seguidas de otras no menos largas temporadas de tristeza, dejan tras de sí jodidas gotas oblicuas que terminan empapando hasta el tuétano de los huesos que sostienen la carne, pero no mata. Quiero decir que no mata de golpe y porrazo. Infame a fuerza de quebradiza e mala, su carne ya no le sostenía, pero aún así su conciencia continuaba jodiendo y machacándole erre que erre con la absurda historia de que nunca iba a encontrar a su mujer ideal. El otro día hizo un esfuerzo sublime por ser feliz, y se llegó a sentir tan feliz que se puso a llorar encima del taburete del bar donde tuvo la buena idea de esforzarse en ser feliz. Ni tan siquiera llovía y se puso a llorar como lloran aquellos que, de pronto, les da por ser felices. Y es que con la conciencia, sobre todo si es la mala, ocurre como con el campo, que no hay forma de ponerle puertas.

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