miércoles, 7 de octubre de 2009

SIN SALPICAR

A veces ocurre que lo peor es lo único, y que lo mejor que puede ocurrirte es intentar hacer abstracción del cuerpo propio, ignorarle si es posible por completo, y sumergirse en el primer cuerpo ajeno que esté por la labor. A veces también ocurre que se harta uno de ser razonable e intentas siquiera por un rato cambiar de aires y hacerte fuerte con el disfraz de héroe, pero como ese papel cansa muchísimo, no está bien pagado y los resultados son dudosos, son muchos los que desertan al cabo de un par de días mudándose al papel de víctimas que resulta, dónde va a parar, mucho más socorrido. Los que quedan como héroes supervivientes tienden inexorablemente a funcionarizar su heroicidad. Así son las cosas de grises. El epílogo reflexivo rara vez acontece y lo más alto a lo que aspira el común de los mortales es a ciertos momentos de contemplación del propio ser mientras se observa un lirio rojo. Lamentablemente, esos momentos en los que acontece el porvenir como si hubiera devenido son la excepción, ocurren poquísimo, y cuando ocurren duran un rato. Lo normal es que tengamos que hacer esfuerzos infinitos por mantenernos fiel a lo imposible. En eso y no en ninguna otra cosa consiste la fuerza de la fe, y como todos tendemos a conocer las infamias ajenas y a desconocer las propias, las más evidentes, al final los más lúcidos llegan a la sana conclusión de que la mejor forma de amarse es verse morir, asunto éste sobre cuyos resultados sólo saben los muertos de amor propio. En lo que a mí se refiere, como nunca sé si estoy vivo o muerto, pues la única forma que he encontrado de ir amándome es ahogándome en sí mismo, eso si, sin salpicar.

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