jueves, 15 de octubre de 2009

ULISSES

Ausente el subrayado, la alegría y la elegancia se abrieron camino entre un mar de confusiones. A nadie le gustan los entusiastas. A mí tampoco. Yo me conformo con saber que, simplemente, yo no soy yo, y con eso tengo bastante. Ulisses, mi Ulisses, lleva unos meses con la memoria minada y se muestra incapaz de decirme nada. Detrás de la ventana hace frío y su silencio resulta cada día más ensordecedor. Yo le cuento historias raras para ver si se anima. Le cuento el cuento de cuando el negro era rojo y viceversa, y de lo bien que se vive bajo el sol de un segundo matrimonio, o de la existencia inexistente apenas rozada de amor y repleta de muerte que nos espera al final del mar. Todo eso le vuelve un poco tarumba. El otro día me confesó que buena parte de su esfuerzo por vivir consiste en no hacerme ni puñetero caso. Piensa que soy un vendedor de sueños que no sabe de lo que estoy hablando, y que tras mi alma de fabulador se esconde el corazón de la musa más sedienta que ha conocido jamás, aquella que reclama la vigilia constante, la doble vida, la frescura, la autoconsciencia, y la precariedad del éxito. No por ello, dice, he perdido ni un ápice de mi poder evocador. En lo esencial estamos de acuerdo: ni su secreto ni el mío han sido desvelados, y permanecen a cubierto por un velo de tiempo y de misterio.

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