viernes, 9 de octubre de 2009

POR LA CALLE DE LA AMARGURA

Apesadumbrada, veía abrirse ante sus ojos un nuevo venero de tristeza, manantial éste repleto de hiel y quinina que su refinada inteligencia no parecía capaz de poder taponar en modo alguno. Desde la muerte de su hijo todo fue un dejarse caer sin conmiseración alguna ni por ella ni por los suyos, generando en todos los que la rodeaban una situación angustiosa que se prolongaba en exceso. Se traía y los traía lo que se dice por la calle de la amargura, ya que todo era un ir y venir del disgusto a la aflicción y de la aflicción al disgusto, llegando a pensar más de una vez que, en justicia, todos debían estar muertos. Creía de verdad que en aquel accidente debía haberse parado el mundo, de forma tal que, sin exagerar un ápice, vivía de la merced y del alimento que le procuraba su propia tristeza. Avejentada por los recuerdos de tantas desgracias, su desmañada fantasía tampoco ayudaba en nada ya que, a los males reales, sumaba con facilidad pasmosa aquellos otros imaginarios que su cabeza iba pergeñando y que terminaban generando tanto o más dolor que los efectivamente existentes. Mientras paseaba por el bancal de flores en la parte trasera del jardín, las vanas suposiciones de una vida mejor se desvanecían sin sorpresa. Este acto diario de renuncia dejaba en su paladar un cierto retrogusto a almendra amarga que la procuraba un placer complejo, difícil de describir. Con altivez y afectada indiferencia, pero convencida como estaba de la total indignidad que supondría un gesto de alegría, una sonrisa, apenas si farfullaba para sí algún reproche en el salía a relucir el previsible pecado del orgullo, inútil reproche ya que, en todo caso, su glacial egoísmo podía con todo. No digo yo que no sintiera alguna vez un cierto remordimiento cercano a la compunción, pero lo cierto es que la necesaria enmienda no apareció nunca por ningún lado.

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