lunes, 19 de octubre de 2009

EL MARQUÉS DE BRADOMÍN

Mi boca anhelante se compadecía mal de la áspera desnudez de la palabra, de ahí que exhalara, a falta del necesario pan de sus labios, como una especie lamento en forma de hilillo que no resultó ser portador de queja alguna concreta y que, a juzgar por su cadencia, parecía una letanía más propia de jaculatorias, misereres y responsos que de cualquier otra cosa. En realidad el asunto no era para tanto ya que se trataba, no más, que de la imperfecta expresión de un estado de ánimo al que podríamos definir como de languidez apocada, o de pura y simple acumulación desordenada de tontería aderezada con pucheritos, como bien podría haber dicho mi madre. Al igual que ésta, aunque por razones distintas, yo tampoco podría decir en rigor que éste presente, ni cualquiera otro pasado o futuro, fuera mi siglo, ya que no tengo la sensación de tenencia ni mucho menos una querencia especial por siglo alguno. Antiguos como la saliva, mis males no tienen tiempo, de ahí que cuando posé mis ojos sobre los suyos, éstos aparecieron ante mí como lagos repletos de misterios. La verdad es que la amplia huella de sus ojeras, y la no menos amplia sombra de sus pestañas, no auguraban nada bueno. Pero nada importaba más que el deseo. Inmóvil bajo la luna, por aquel entonces necesitaba más que nunca de los voluptuosos sueños de amatistas y aquellas invisibles alas de los mirtos que competían en verdor y actitud ingrávida con los imperiales laureles. Si no vistiendo santos, que quizás fuera excesivo, ya me veía como el Marqués de Bradomín oficiando de confesor de princesas, sin otra paga que la contemplación de los anhelos y las desdichas ajenas.

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