sábado, 3 de octubre de 2009

CRISIS DE ANSIEDAD

Anochecía, y fue en esa hora tonta en la que agonizaba el farol, tan propicia para el misterio y los rumores, donde tuvo lugar el encuentro o, mejor dicho, donde tuvo lugar el encontronazo. Yo entraba y él también, con tan mal tino que tropezamos los dos, o los tres porque a los dos se sumó la puerta que tropezó conmigo y luego con él, antes de que él tropezara conmigo y con la puerta. Si las miradas mataran, ahí mismo debí haberme quedado fulminado. Servidor, que no tenía fuerzas ni ganas para lío alguno, pidió disculpas, asumiendo así una responsabilidad que no me parecía tener en exclusiva, y me adentré en el café mientras rastreaba con la mirada alguna mesa vacía con su correspondiente silla salvadora. No hubo suerte y, como casi siempre, dí comienzo a lo que presuponía un buen rato de espera en la barra. Desde allí pude ver de nuevo al señor del tropezón que, para enojo mío, había tenido más suerte que yo, y eso que había entrado en el establecimiento después, bien es cierto que poco después, sólo segundos después de hecho, pero después en todo caso. Esta pequeña injusticia, ejemplo de la insuficiente y corrupta realidad que nos rodea, no me impidió continuar con mis averiguaciones, razón por la cual dirigí mis fervorosos y torpes ojos, llenos de luz, hacía el suertudo caballero mientras éste parecía hablar algo con el camarero, tomaba posesión de la mesa e iba poniendo sobre ella cierta cantidad de artilugios que me parecieron propios de lector o escritor de cafetín. Allí, aliñado de negra guedeja y luenga barba, estaba don Ramón, que así es como se llamaba el tipo en cuestión según pude sonsacarle al camarero, mientras le apremiaba para conseguir, yo también, un huequito bajo el sol de los sentados. Tan feo, católico y sentimental como el que más, el malhumorado tipo que me había quitado la mesa, mi mesa, a juzgar por su aspecto general, parecía aquejado de una suerte de tisis romántica, y me dio por imaginar que lo que debía escribir en aquel viejo cuaderno debía ser algo a medio camino entre las Confesiones de San Agustín y las Memorias de Casanova, o algo sobre cementerios y antiguos sepulcros, o sobre doctores y bachilleres, en fin, algo de temática turbia y desfasada. Quedéme mirándolo un buen rato hasta que, abúlico de tanto esperar, y sin venir a cuento, mis ojos comenzaron a supurar tal cantidad de lágrimas que terminaron cegándolos, y entonces, cegado del todo y al tiempo que intentaba achicar el agua con la manga de la camisa, imaginaba de nuevo la temática sobre la cual escribía aquel ladrón de mesas, e imaginaba ahora que sería alguna bagatela sobre condesas y novicias, algún folletín de argumento zafio en el cual un señor mujeriego y despótico se divertía a costa de la criada, imaginando al escritor, en cualquier caso, más empeñado en expresar sensaciones que ideas. Continuaba la hemorragia de lágrimas así que no tuve otra que huir de allí, no sin antes echar una última ojeada al fondo del café con promesa de venganza incluida. Corrí hasta casa y no paré de correr ni de llorar hasta que, por fin, hice desaparecer mi cabeza en el hoyo de la almohada.

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