Tras la huida, la única sombra que quedó erguida en aquel secarral fue la
suya. Asistió solemne a la desbandada, y luego, no habiendo nada mejor que
hacer y barruntando el ataque de migraña, se echó la siesta. Mientras tanto, el
paisaje continuó a lo suyo, que no era otra cosa que recrearse a sí mismo con
la mayor fidelidad posible y esperar a que recobrara la consciencia el único
ente al que presuponía cierta sensibilidad para
apreciar siquiera parte de su callada belleza.
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