Anclado
al suelo por su pesada cabeza, le costaba un mundo ponerse en marcha. O eso al
menos percibían aquellos que, además de contemplarle, se tomaban el trabajo de
juzgar, y pensaban que tamaña lentitud sólo podía tener su origen en la
estupidez. Él por su parte se limitaba a fingir que no comprendía aquello que
entendía a la perfección. Su alma, construida a base de restos de un antiguo
caos, aceptaba con naturalidad todo lo que de naufragio hay en el oficio del
vivir.
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