El sueño
era siempre el mismo: fuerzas poderosas -de amor, de razón, de cobardía- le
arrastraban hasta un hoyo profundo en el que, más muerto que vivo, se despeñaba
gritando incontinencias y delirios. Le despertaba el olor a excrementos, iniciándose
a continuación un proceso en el que se metamorfoseaba en objeto. Y volvía a
despertar. Levantaba la vista y en la boca del pozo veía el vientre de una
paloma surcando el cielo. Tras el ave, un diminuto rayo de luz le cegaba,
volviéndole a despertar. En este último despertar, venir aquí y regresar allá
eran una y la misma cosa.
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