Extranjero
en su propio yo, presintió el desasosiego. Lo vio llegar, como vio llegar el
sol que lastima y hiere las flores de caramelo, y al estridente rayo que,
cegado por el odio, embota la posibilidad misma de cualquier raciocinio. La
deiforme necesidad de un beso le hizo recordar aquellos tiempos en los que
amarla era la mejor de sus rutinas, pero ni modo: otras atmósferas de
existencia vacía y forzada ocuparon impacientes su lugar, a este lado de la
cama.
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