Cerrado sobre sí mismo en un gesto de plasticidad grandiosa, estaba
alcanzando sin proponérselo aquel estado primigenio del alma en el que apenas
si se alcanza a escuchar el mágico murmullo de la soledad. Su rostro inanimado
reflejaba bien a las claras un paisaje interior de tranquilidad serena y un
cielo–azul grisáceo, gris aturquesado- repleto de matices imposibles. En un
tono entre velado y ronco, su voz inexistente lo decía todo. Y fue así, sin
previo aviso, como tuvo lugar la siesta perfecta.
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