Nada tenían que decirse que no se hubieran dicho ya mil veces, y
sin embargo ahí estaban, hablando uno frente al otro, como muestra evidente y
palpable de que nada es definitivo. Las palabras parecían nacerles de la boca
con naturalidad para, acto seguido, dirigirse a la otra orilla, aquella que a
veces permanecía oculta por una niebla extraña y persistente. Otras veces se
hablaban con los ojos, y la elocuencia de aquellos silencios, en su paradoja,
resultaba extraordinariamente hermosa. Hablaban. Hablaban mucho. Y eso, como la
presencia cercana del mar, ayudaba a templar la vida.
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