Paradójicamente hermosos, el exceso de azúcar aportaba a sus ojos
un brillo extraño, como de azul cinabrio, una especie de resplandor contenido que
obligaba a sus interlocutores a detenerse y observar el fenómeno con cierto detenimiento.
Después de fijar la mirada durante un par de segundo en unos ojos ajenos, el recurso
al disimulo se hacía inevitable pero, con todo y eso, la curiosidad adoptaba el
comportamiento de un gas noble y era capaz de sortear con éxito los filtros de
la compostura y el buen gusto, todo con tal de no perder de ojo aquello que le atrae.
Sus víctimas, cuando lograban escapar de su área de influencia, notaban durante
mucho tiempo el corazón adormecido y el cuerpo frío.
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