A sabiendas de que la creación se producía desde tiempos
inmemoriales como un acto del habla, repetía el sonido de su nombre sin pausa y
con un extraño fervor frío. El azar, cada día más meticuloso en sus labores, no
podía por menos que devolverle en agradecimiento una evidencia: el eco vacío de
su ausencia. También quedaba en él, como no, una versión refinada y pervertida
del recuerdo, que en su caso se concretaba en la evocación de un beso húmedo de
buenos días, sin duda, el primer acto puro de la lengua.
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