En
permanente diálogo con el hastío, su exasperante lentitud a la hora de dar
respuesta a los pequeños retos de la vida cotidiana resultaba aterradora al
decir de algunos observadores imparciales. Rayana con la pachorra, la
tranquilidad de la que hacía gala contrastaba de forma intolerable con el
estrés que ponían de manifiestos otros pasajeros de parecida edad y condición
con los que compartía el mismo vagón de la vida, congéneres éstos que,
presurosos, parecían vivir en continua excitación cada minuto de su existencia.
Impertérrito, sólo se le conocía un miedo: el de quedarse dormido y no
despertar. De ahí esas ojeras y esa somnolencia, tan suyas.
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