Bajito
como era, gastaba unos ojos tristes como de niño regañado, un pelo entre
castaño y pelirrojo con aspecto de peluca mal puesta, una apertura a modo de
boca pequeña con labios finos y mal cortados, y una envoltura general que
dejaba mucho que desear para los estándares habituales por aquellos barrios
entre los de su género. Pero él podía llegar a ser muy hijo de puta. Y su amigo
rubio más. Tenía un amigo rubio que podía llegar a ser más hijo de puta que él.
E insistía erre que erre en saber el nombre de la camarera a la que llevaba
jodiendo con sus reclamos durante un rato que parecía interminable, e insistía
en dejarla muy claro todo lo hijo de puta que podía llegar a ser. Porque él
sólo quería hablar; bueno, también quería que la camarera le contara a qué
horas trabajaba y a qué hora terminaba de trabajar porque, por fin lo confesó a
los parroquianos del bar que quisieron escucharlo, resulta que el hijo de puta
se había enamorado.
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