Mutante,
triste y mal plantada sobre la torturada acera de aquel callejón del
extrarradio, su figura parecía la exaltación misma del invierno. Y así,
huérfano de cualquier símbolo de calidez, algo desquebrajado y umbroso,
esperaba entumecido la llegada de una furia iracunda que en ese preciso
instante torcía la esquina de la calle ocho con la veinticuatro, a dos
cuadradas de donde solía vomitar de jovencito los excesos de la química, y se
dirigía veloz a las estribaciones de su lagrimal. Jamás llegó a encontrar
refugio seguro ante tamaño ataque de locura, pero nadie llegó saberlo.
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