Con el alma enmarañada y sucia, como recién
escapada de una larga estancia en un espeso matorral de espinas, el mamífero en
cuestión se quejaba para sí de lo difícil que resultaba olvidarse de su propio
nombre. Y todo esto lo hacía mientras se acariciaba con fruición el lóbulo de
su oreja derecha. De este ejercicio, atípico entre los de su especie, extraía un
placer sutil y nada ordinario que sólo él podía comprender. Ella también, y por
eso le amaba.
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