Mecía su cabeza al vaivén de las olas de la mañana pero, después
de haberse abandonado a sí mismo durante tanto tiempo, no podía evitar destilar
un cierto aire gélido que impregnaba la totalidad de sus gestos. Cualquier cosa
le cansaba, la inactividad le producía frío y, a juzgar por los resultados,
prefería el frío al cansancio. Sentado en su hamaca, esperaba la llegada de un
improbable polvo de luz que, proveniente del futuro, acabaría por calentarle y
le ayudaría a poner su mente a flote después de sumergirla durante horas en las
profundidades de un océano de tonterías. El peso y, sobre todo, la consciencia
de su ceguera vital, le resultaba insoportable.
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