El hombre bueno, de pronto, había dejado de serlo. Un poder
desconocido y ambarino asestó un golpe definitivo a su raciocinio y, desde
entonces, en su cabeza reinaba la espesura. El mal estaba dentro de él. Esa era
su convicción. Y nunca cesaría. Ni siquiera una secuencia de actos de suprema
rectitud podría desbaratar el maleficio del que había sido objeto. Él ya no era
él, pero no le importaba.
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