Era muy bueno matando el tiempo, al punto que no era raro ver cómo
pequeñas agrupaciones de instantes, o segundos que vagaban perdidos y tenían la mala suerte de toparse con el
matarife, se rendían ante él manos en alto y con lágrimas en los ojos. Pero de
nada les servía. A los que lloraban y a los que no, los arrestaba primero para
proceder a renglón seguido a su inmediata y pública ejecución. Más allá de esta
faceta en la que resultó ser un virtuoso, lo cierto es que esa vida repleta de
tiempos muertos resultaba bastante insípida y aburrida, aunque nadie lo diría a
juzgar por la pinta de bobalicón feliz que tenía mientras, tumbado en el sofá,
consumía spots.
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