Una
tarde, mirándose casi sin ojos, descubrieron que, a falta de distancia que
recorrer, al tiempo le costaba avanzar. Y fue por eso que decidieron vivir con
sus cuerpos bien pegados. De tejas para abajo la ley de ralentización del
tiempo funcionó como un reloj, de modo que el amor, su amor, envejecía sólo lo
justo, es decir, más bien poco. Las consecuencias prácticas se hacían evidentes
desde primeras horas de la mañana, cuando se desayunaban el uno al otro sin que
pudiera apreciarse en ellos prisa alguna.
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