Incapaz de conmover a nadie, ni siquiera a las moscas que
abarrotaban el tugurio, se abrumaba y se embrutecía según las pendulares leyes
de la estupidez, ora bebiendo largos tragos de un anís de dudosa procedencia,
ora mirando retazos de televisión justo en el momento en el que la novia del
chofer del hijo de un torero realizaba unas declaraciones que, en opinión del
reportero, resultarían definitivas para un asunto de cuya sustancia no se
enteró muy bien. En ese ir y venir del alpiste a la pantalla hubo momentos en
que su conciencia vagó por regiones de terrosa indiferencia, y fue en una de
esas donde le asaltó la certidumbre de que acabaría solo, más solo que las
tarántulas.
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