Estaban ahí y nadie puede decir que no hubieran abandonado ya los reducidos
límites del sueño: reflejos anaranjados y claros viajaban enquistados en las
panzas de las nubes, y se dejaban llevar de un lugar a otro de forma plácida y
tranquila. En su deambular por la bóveda celeste dejaban tras de sí la estela
de un murmullo constante, como el produce la cercanía de un gran río, pero en
esta ocasión se trataba de comentarios más o menos certeros, más o menos
ingeniosos, a propósito de la sensación de descanso que produce tener suscritas
un buen puñado de pólizas de seguros. Parecía claro que las nubes, al igual que
a las almas muertas, gustan de sentirse seguras.
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